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  • Foto del escritorIsabelle Delez

Long Covid-19: Más que surrealismo, desvergüenza. Eternamente sospechosa de contagiar.

Actualizado: 21 ago 2022


¿Cuántas veces hemos escuchado a alguien decir «Esto parece surrealista» o «Lo que me pasó fue totalmente surrealista» al describir cualquier circunstancia o situación absurda e irracional? Yo, muchas veces.

Yo misma uso esa expresión, cada vez más a menudo, y no para hablar de los genios Dalí y Magritte.

No, no.

Y es que, a veces, me parece vivir en una «sitcom» constante de esas en las que se oyen risas y aplausos enlatados/as o en vivo, a cada «gag». Hasta miro hacia arriba buscando las cámaras ‘por si las moscas’.


Todo esto no dejaría de ser chistoso sino fuese porque hablamos de salud o mejor dicho, de falta de ella y entonces, el asunto ya no es gracioso.

Hace una semana viví un episodio de esos que no tiene desperdicio y que me costó asumir como real – aun siendo yo la protagonista viviente del mismo-.


Antes de entrar en harina, me gustaría recordar que las/os pacientes de Long Covid-19 hemos tenido tiempo para aprender a conocer nuestra enfermedad y los niveles de dolor y afectación por los que pasa nuestro organismo; así que diferenciamos los síntomas propiamente crónicos y que fluctúan de aquellos síntomas que se padecen en la fase inicial y aguda de la enfermedad Covid-19 en las/os pacientes que somos sintomáticas/os.



Long Covid-19: Más que surrealismo, desvergüenza.



Sirva un ejemplo: la febrícula. He aceptado,-como parte de mi condición actual- tener febrícula tarde sí, tarde también desde hace 23 meses. Pero cuando la febrícula vuelve a ser fiebre-además de la agudización de otros síntomas– algo invita a sospechar un nuevo contagio o una nueva infección.

Como ‘una’ es responsable, comunico a mi centro de salud mi estado de salud además de la confirmación de un contacto positivo.

Me citan para una prueba de antígenos en mi centro ambulatorio y sin abandonar el recinto, me dan una nueva cita para ser vista por mi médico al día siguiente puesto que el resultado es negativo.

Al día siguiente, sin presagiar el disparate del que iba a ser no sé si víctima o testigo (quizás ambas cosas) me presento en la consulta de mi médico-nueva porque el de siempre ya se jubiló en otoño-que desconoce porqué estoy allí.

Tras la explicación, se remueve agitada en su silla y visiblemente alterada procede a cubrirse con una pantalla maldiciendo a quien me dio la cita y responsabilizándome de poder contagiarla y por ende, extender ese contagio a su familia. (Habéis leído bien: antígenos negativos.)

Sin atreverse a auscultarme, no se le ocurre sino llamar al hospital para que me hagan una placa allí y así sacarme del ambulatorio.

Aclaro que justo a la salida del centro de salud, hay una estación de metro para coger el mismo y llegar al hospital en 17 minutos.

Cuál es mi sorpresa cuando la exaltada galena pide al hospital que traigan una ambulancia para recogerme porque no me permite usar el metro.

Para ‘rizar más el rizo’ se le ocurre pedir que me hagan un electrocardiograma mientras espero a mi ‘carruaje improvisado’ así «adelantamos y somos previsoras».

No salgo de mi asombro cuando me indica que el lugar donde van a hacerme el electro no es una de las salas habituales para tal efecto sino que me harán un espacio en el sótano sombrío y gélido del ambulatorio donde realizan las pruebas de antígenos y PCR.

De la perplejidad ya he pasado al cabreo y mi paciencia inagotable ha empezado a hacer aguas cuando el enfermero que me hizo la prueba de antígenos el día anterior, sale en mi auxilio -alguien con sentido común- y me hace el electro en una sala al uso alegando que la máquina del sótano es de cuando Franco era monaguillo.

Pasada media hora llega la ambulancia y de ella bajan dos chicos con una camilla.


Mi cara es un poema. ¡Qué espectáculo!


Me siento como una embarazada de trillizos a punto de dar a luz.


No sé si tengo alucinaciones o en lugar de agua para calmar la tos, me han dado tequila y estoy ebria.

Lo que prometía ser una visita corta al centro de salud donde podían haberme atendido y dejarme volver a mi casa a descansar pues estaba tiritando y para meterme en la cama, se convierte en un periplo a las urgencias donde se suceden un nuevo antígenos-también negativo-, un nuevo electro (¡Vaya usted a saber porqué no les sirvió el otro, el que servía para ser previsoras! Ni pregunté por si se me ponía ‘mala leche’ con la respuesta), una analítica de sangre, una radiografía y una PCR (cuyo resultado llegaría al día siguiente).

Desde las 20:30 horas que llegué hasta las 23:20 horas que abandoné el hospital, es decir, casi tres horas me tuvieron en la sala de espera de ‘sucias/os’. Para quienes no saben quiénes somos las/os ‘sucias/os’, somos las/os contagiadas/os y las/os contagiadores/as de este coronavirus que a más de una/o y de dos le ha nublado el juicio.

Casi tres horas en una sala sin ventilación junto a otras personas con supuesta o confirmada carga viral cuando mis dos pruebas de antígenos realizadas por personal sanitario eran negativas.

Tiene bemoles.

La médico de guardia concluye que los antígenos y las PCR no determinan siempre quién puede estar contagiada/o o no.

-«Tiene ud. algo de razón, doctora. No determinan quién se va a enfermar o está enferma/o de Covid-19 por eso no entiendo que ese argumento no se tenga en cuenta para determinar que los millones de enfermas/os cuya PCR no fue ni es positiva pueden estar (y así es) enfermas/os de Covid-19.

Ahora bien lo que sí determinan es que alguien es contagiador/a del SARS-CoV-2.

¡Y yo no lo soy para estar en la sala de ‘sucias/os’ como uds. nos llaman!


De vuelta a casa


Llegué a mi casa peor de lo que había salido de ella.

Imagino que, sobre todo y debido a la tos persistente que anuncia mi presencia, sufriré alguna otra situación surrealista porque el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.

Resultado de la PCR, al día siguiente, negativa.

Diagnóstico: Enferma de Long Covid-19 y eternamente sospechosa de contagiar.

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